miércoles, 25 de marzo de 2015

La historia de una guerra, que quedó enmarcada.

Recuerdo verla cada día sentada en el mismo banco, a la misma hora y con la misma foto en blanco y negro entre las manos. Día tras día la veía, sin que nada cambiase.
Un día, llegué antes de su hora, sentándome en el mismo banco en el que lo solía hacer ella. 
Llegó, a su hora de siempre, y sostenía la misma foto de días anteriores.
Me atreví a mirarla, solo de reojo y vi que en ella, había impresa una imagen de los dos enamorados más enganchados a la vida que vi jamás.
Ella me observó, y en mitad de una sonrisa con toque de carcajada me dijo: es mi marido, el primer día que decidió marcar el prólogo de nuestra historia.
Le devolví la sonrisa que ella me había regalado, bajando la mirada tímidamente.
Ella, al ver que estaba incómoda, se disculpó: 
Disculpa chiquita, sé que ningún joven quiere escuchar la historia de una anciana que no tiene más que su memoria, y esta foto que siempre lleva consigo
Volví para devolverle, esta vez la disculpa, respondiendo: me encantaría oír tu historia.

Prometo que jamás vi alegría hecha sonrisa más sincera.

Cuando empezó a contarla, podía ver en sus ojos cada imagen que ella contaba:

- Siempre me ha apasionado la música, ¿sabes? Aprendí a tocar el piano desde joven. A partir de esa, nunca dejé de hacerlo.
Mi familia, por aquel entonces, era bastante pobre y mi madre no podía alimentarnos a todos. Era muy creyente, y nos inculcó a todos sus hijos e hijas la religión. Yo nunca estuve de acuerdo con ella, pero la quería, y con eso me bastaba para creer. Cuando tenía más o menos tu edad, mi madre decidió meterme en un convento. 
Sí chiquita sí, aquí donde me ves, fui monja durante un tiempo.
A mi no me gustaba la idea, evidente mente, pero como dije antes la quería, y con eso me bastaba.

Allí comencé con el piano (mostrándome sus manos). Me enseñó la madre superiora, que precisaba de una nueva organista para la iglesia del pueblo. ¡Te prometo que los momentos más felices del día, era cuando notaba el sonido de cada tecla!
Hasta aquel día que, de pronto, apareció él (señaló la foto) y ya, cualquier momento, era válido para sonreír.

Fue a mediados de otoño, cuando en el convento preparábamos los paquetes de comida para enviar a los más necesitados. El ejército siempre enviaba a soldados para que nos trajeran suministros. Aquel día, uno de ellos, resultó ser mi futuro marido.

En mis huecos libres siempre aprovechaba para ir a la sala donde estaba el piano con el que practicaba las piezas y sonetos que más me gustaban. Ese día, tocaba "Claro de Luna"
La puerta estaba entre abierta y llegaron ellos, con los suministros de comida cuando, de pronto, se separó del grupo atraído por la música. Se asomó levemente a la puerta y se mantuvo quieto, hasta que terminé la pieza. Antes de poder levantar si quiera la mirada, mi futuro marido dijo la frase con la que comenzó nuestra historia:
"La Luna escrita en ese soneto, no es comparable a la estrella que están viendo mis ojos"
Asustada, lo miré y supe, en ese preciso instante, que me había enamorado. 

Hablamos durante largo rato, hasta que la madre superiora nos vio, echándole del recinto al instante. 
Tuve que soportar el castigo verbal que, en aquel momento, me soltó a la cara. Al final, me prohibió volver a ver a ese soldado, cada vez que volviera.

Pero, ¿sabes qué? Volvió. Y en cada vuelta, hacia poner del revés mi sonrisa.

Un día, después de varios momentos me dijo, seriamente, que huyera con él. Yo me asusté y no creía que fuese lo correcto. Pero me besó, como solo él sabía, y decidí colgar el hábito y habitar con él en cualquier parte.

En ese momento tuve que preguntar, curiosa: ¿no es obligación estar casada con Dios?
Ella, entre risas, me contestó: Chiquita, las monjas que todavía siguen con el hábito, es que todavía no hicieron el amor como deberían.

Vivimos aventuras extraordinarias. Cuando salimos de allí, lo primero que hicimos, fue irnos a la playa. Allí nos casamos.
(Y en ese momento, me mostró más feliz que nunca, la foto que sostenía entre las manos)
Fuimos de un sitio a otro, viviendo felices y muriendo de amor. A ratos quedaba sola porque él, tenía que volver al cuartel, pero arregló todo para no tener que regresar más, para poder huir siempre conmigo.

Todo era precioso, lo prometo. Hasta que llegó aquella mañana, que hizo que todo a mi alrededor se hiciese de noche.
Le llamaron del cuartel por un cargamento de armas que tenían que almacenar. Como era uno de los veteranos fue allí y comenzó a ordenar todo, junto a otros compañeros novatos que habían ingresado ese año.
Uno de ellos, al almacenar las granadas, soltó una anilla. La explosión fue inminente y las muertes inmediatas. (Ambas comenzamos a llorar)

Desde aquel día, sobreviví de la pensión de viudez y del dinero que ganaba tocando el piano en locales... - 

En ese momento se hizo un silencio eterno entre ambas. Lo rompí, diciendo:

- Supongo que desde esa, queda vivir con su recuerdo. - 
- No chiquita, no te confundas: desde esa no vivo, sobrevivo a la vida.

Llegó la hora de irme y le abracé, dándole las gracias por contarme su historia. Ella, por el contrario, me devolvió el agradecimiento a la vez que decía:

- Eres la primera persona que me ha dejado contar mi historia. Gracias chiquita. -

Cada día, la saludaba con una sonrisa. Hasta que su banco, fue ocupado por otras personas. Extrañada, pregunté por ella. Ellos, con cara de tristeza, me respondieron:

- Murió ayer de un infarto al corazón. Estaba sola en casa y no le dio tiempo a llamar a la ambulancia.-

Lloré desconsolada. Entre lágrimas pregunté: ¿y la foto que siempre sostenía?

- La sostenía en la mano, apretándola fuertemente en el pecho, mientras sufría el paro cardíaco.-

En ese momento solo pude pensar, que dejó de sobrevivir a la vida, para vivir en la muerte, con su amor.

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